diumenge, 14 de febrer del 2021

…LA PESTE…

Párrafos de la narración de Albert Camus.

 


La palabra “peste” acaba de ser pronunciada por primera vez. En este punto de la narración que deja a Bernard Rieux detrás de una ventana se permitirá al narrador que justifique la incertidumbre y la sorpresa del doctor puesto que, con pequeños matices, su reacción fue la misma que la de la mayor parte de nuestros conciudadanos. Las plagas, en efecto, son una cosa común pero es difícil creer en las plagas cuando las ve uno caer sobre su cabeza. Ha habido en el mundo tantas pestes como guerras y sin embargo, pestes y guerras cogen a las gentes siempre desprevenidas. El doctor Rieux estaba desprevenido como lo estaban nuestros ciudadanos y por esto hay que comprender sus dudas. Por esto hay que comprender también que se callara, indeciso entre la inquietud y la confianza. Cuando estalla una guerra las gentes dicen: “Esto no puede durar, es demasiado estúpido”. Y sin duda una guerra es evidentemente demasiado estúpida, pero eso no impide que dure.

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Pero no servía para experimentos, se moría y nada más. Las medidas tomadas eran insuficientes, eso estaba bien claro. En cuanto a las “salas especialmente equipadas”, el sabía que eran dos pabellones de donde habían desalojado apresuradamente a otros enfermos; habían puesto burlete en las ventanas, los habían rodeado con un cordón sanitario. Si la epidemia no se detenía por sí misma, era seguro que no sería vencida por las medidas que la administración había imaginado.

Sin embargo, por la noche, los comunicados oficiales seguían optimistas. Al día siguiente la agencia Ransdoc, anunciaba que las medidas de la prefectura habían sido acogidas con serenidad y que ya había una treintena de enfermos declarados.

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A partir de ese momento, se puede decir que la peste fue nuestro único asunto. Hasta entonces, a pesar de la sorpresa y la inquietud que habían causado aquellos acontecimientos singulares, cada uno de nuestros conciudadanos había continuado sus ocupaciones, como había podido, en su puesto habitual. Y, sin duda, eso debía continuar. Pero una vez cerradas las puertas, se dieron cuenta que estaban, y el narrador también, cogidos en la misma red y que había que arreglárselas. Así fue que, por ejemplo, un sentimiento tan individual como es el de la separación de un ser querido se convirtió de pronto, desde las primeras semanas, mezclado a aquel miedo, en el sufrimiento principal de todo un pueblo durante aquel largo exilio.

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Por una parte, todos, acaso, no habían muerto de la peste, y por otra, nadie sabía en la ciudad cuanta era la gente que moría por semana. La ciudad tenia doscientos mil habitantes y se ignoraba si esta proporción de defunciones era normal. Es frecuente descuidar la presión en las informaciones a pesar del interés evidente que tienen. Al público le faltaba un punto de comparación. Sólo a la larga, comprobando el aumento de defunciones, la opinión tuvo conciencia de la verdad. La quinta semana dio trescientos veintiún muertos y la sexta trescientos cuarenta y cinco. El aumento era elocuente. Pero no lo bastante para que nuestros conciudadanos dejasen de guardar, en medio de su inquietud, la impresión de que se trataba de un accidente, sin duda enojoso, pero después de todo temporal. Así, pues, continuaron circulando por las calles y sentándose en las terrazas de los cafés. En conjunto no eran cobardes, abundaban más las bromas que las lamentaciones y ponían cara de aceptar con buen humor los inconvenientes, evidentemente pasajeros.

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La intención del cronista no es dar aquí a estas agrupaciones sanitarias (voluntarios) más importancia de la que tuvieron. Es cierto que en su lugar, muchos de nuestros conciudadanos cederían hoy mismo a la tentación de exagerar el papel que representaron. Pero el cronista está más bien tentado de creer que dando demasiada importancia a las bellas acciones, se tributa un homenaje indirecto y poderoso al mal. Pues se da a entender de ese modo que las bellas acciones sólo tienen tanto valor porque son escasas y que la maldad i la indiferencia son motores mucho más frecuentes en los actos de los hombres. Ésta es una idea que el cronista no comparte. El mal que existe en el mundo proviene casi siempre de la ignorancia, y la buena voluntad sin clarividencia puede ocasionar tantos desastres como la maldad. Los hombres son más bien buenos que malos, y, a decir verdad, no es esta la cuestión. Sólo que ignoran, más o menos, y a esto se le llama virtud o vicio, ya que el vicio más desesperado es el vicio de la ignorancia que cree saberlo todo y se autoriza entonces a matar. El alma del que mata es ciega y no hay verdadera bondad ni verdadero amor sin toda la clarividencia posible

(Camus reflexiona sobre la bondad y maldad del hombre)

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Estoestá bien; (se refiere a los voluntarios sanitarios) pero nadie felicita a un maestro por enseñar que dos y dos son cuatro. Se felicita, acaso, por haber elegido tan bella profesión. Digamos, pues, que era loable que Tarrou y otros se hubieran decidido a demostrar que dos y dos son cuatro, en vez de lo contrario, pero digamos también que esta buena voluntad les era común con el maestro, con todos los que tienen un corazón semejante al del maestro y que para honor del hombre son más numerosos de lo que se cree; tal es, al menos, la convicción del cronista. Éste se da muy bien cuenta, por otra parte, de la objeción que pueden hacerle: esos hombres arriesgan la vida. Pero hay siempre un momento en la historia en el que quien se atreve a decir que dos y dos son cuatro está condenado a muerte. Bien lo sabe el maestro. Y la cuestión no es saber cuál será el castigo o la recompensa que aguarda ese razonamiento. La cuestión es saber si dos y dos son o no cuatro. Aquellos de nuestros conciudadanos que arriesgaban entonces sus vidas, tenían que decidir si estaban o no en la peste y si había o no que luchar contra ella.

(Camus piensa que el hombre es más bueno que malo.)

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¿Qué medio puede haber de rechazar los entierros el día en que los seres que amáis necesitan un entierro?

Pues bien, lo que caracterizaba al principio nuestras ceremonias ¡era la rapidez! Todas las formalidades se habían simplificado y en general las pompas fúnebres se habían suprimido. Los enfermos morían separados de sus familias y estaban prohibidos los rituales velatorios; los que morían por la tarde pasaban la noche solos y los que morían por la mañana eran enterrados sin pérdida de momento. Se avisaba a la familia, por supuesto, pero, en la mayoría de los casos, ésta no podía desplazarse porque estaba en cuarentena si había tenido con ella al enfermo.

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 “Ya los oye usted, me dijo un día (Tarrou), ya los oye usted: después de la peste haré esto, después de la peste haré esto otro… Se envenenan la existencia en vez de estar tranquilos. Y no se dan cuenta de las ventajas que tienen. ¿Es que yo podría decir: después de mi condena Haré esto o lo otro? La condena es un principio, no es un fin. Mientras que la peste… ¿Quiere usted saber mi opinión? Son desgraciados porque no se despreocupan. Yo sé lo que digo”.

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 Se puede poner por ejemplo el uso inmoderado que nuestros conciudadanos hacían de las profecías. En la primavera se había esperado de un momento a otro el fin de la enfermedad, y nadie se preocupaba de pedir a los demás opiniones sobre la duración de la epidemia, puesto que todo el mundo estaba persuadido de que pronto no la habría. Pero a medida que los días pasaban, empezaron a temer que aquella desdicha, no tuviera verdaderamente fin, y al mismo tiempo aquel fin era el objeto de todas las esperanzas.

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 Llegó un día en que el número de muertos aumentó más; parecía que la peste se había instalado cómodamente en su paroxismo y que diese a sus crímenes cotidianos la precisión y la regularidad de un buen funcionario. En principio, y según la opinión de las personas competentes, éste era un buen síntoma. Al doctor Richard, por ejemplo, el gráfico de los progresos de la peste con su subida incesante y después de la larga meseta que le sucedía, le parecía enteramente reconfortante: “Es un buen gráfico, es un excelente gráfico”, decía. Opinaba que la enfermedad había alcanzado lo que el llamaba un rellano. Ahora, seguramente, empezaría ya a decrecer. Atribuía el mérito de esto al nuevo suero de Castel, que acababa de obtener algunos éxitos imprevistos. El viejo Castel no lo contradecía, pero creía que, de hecho, nada se podía probar, pues la historia de las epidemias señala imprevistos rebrotes.

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La Navidad de aquel año fue más bien la fiesta del Infierno que la del Evangelio. Los comercios vacios y sin luz, los chocolates artificiales o las cajas vacías en los escaparates, los tranvías llenos de caras sombrías, no había nada que pudiera recordar las Navidades pasadas. En esta fiesta, en la que todo el mundo, rico o pobre, se regocijaba en otro tiempo, no había lugar más que para las escasas diversiones solitarias y vergonzosas que algunos privilegiados se procuraban a precio de oro en el fondo de alguna trastienda grasienta.

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 A pesar de este brusco e inesperado retroceso de la enfermedad, nuestros conciudadanos no se apresuraron a estar contentos. Los meses que acababan de pasar, aunque aumentaban su deseo de liberación, les habían enseñado a ser prudentes y les habían acostumbrado a contar cada vez menos con un próximo fin de la epidemia. Sin embargo, el nuevo hecho estaba en todas las bocas y en el fondo de todos los corazones se agitaba una esperanza inconfesada. Todo lo demás pasaba a segundo plano. Las nuevas víctimas de la peste tenían poco peso al lado de este hecho exorbitante: las estadísticas bajaban. Una de las nuevas muestras de que era de la salud, sin ser abiertamente esperada, se guardaba en secreto, sin embargo, fue que nuestros conciudadanos empezaron a hablar con gusto, aunque con aire de indiferencia, de la forma en que reorganizarían su vida después de la peste

Reseña de Rafael Baitg Casterad

Noviembre de 2020 – Año de la pandemia.